Carta de Paco Espínola a Esther de Cáceres

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Cerca de Las Palmas

Julio 1959

Querida Esther:

Decidí no pedir más licencia y venir en el Tacoma. Fui, ya en los últimos días, a Israel. Pero dos días antes de pasar a la parte de Jerusalem que pertenece a Jordania, estando en Nazareth, debí salir para París. Me quedó, pues, algo muy importante sin visitar. Con todo, viví los días más intensos de mi vida. Ya les contaré. Habrán recibido una postal desde Jerusalem.

En circunstancias extrañas, más extrañas por lo sencillas, como natural que fue todo, recibí de manos de un sacerdote, un monje de la Iglesia de la Visitación, cerca de Jerusalem, un rosario de los que se hacen para el Papa, quien suele concederlos a algún visitante de su particular estima, y que no se vende nunca. Son hechos con carocitos de aceitunas del Monte de los Olivos. En el momento de recibirlo, antes de llegar a mi mano tendida, pensé, que era para ti, como lo era una cruz sencillísima dos maderitos nada más, que había comprado un poco más abajo, en un convento que hay al pie de la misma montaña de la Visitación, de monjas francesas como princesas; como princesas que cavaron la tierra, restauraron con cal y piedra los muros de fortaleza que rodean al Monasterio, y sonrieron dichosas con sonrisa nunca presenciada por mí. Pero en ese instante, la señora de nuestro ministro, que es muy católica, me dijo: “¡Ay, Espínola, no lo vaya a regalar a nadie! ¡Que sea para su hija y que lo lleve el día de su casamiento!”. Delante del monje yo dije que sí. Pero nosotros no somos católicos; Mecha, cuando mayor, quién sabe si lo será. Y, además mi deseo primero y único era ofrecértelo. Quedé muy preocupado y triste. Pero esa noche, solo en el hotel, ya tenía la solución y me puse contento. Yo te regalaré el rosario que tiene gran valor para los religiosos y concede muchísimas indulgencias. Después, será para Mecha.

Si es católica, le otorgará el mismo valor que si no lo es, tendrá para ella el valor de venirle de ti y de sus rodeos para llegar a sus manos. Así sabrá ella cuánto te quiso su padre, además. Pero es preciso que ya no estés tú cuando ella lo tenga.

Te llevo, también una postal con flores de Nazaret dispuestas por monjas de uno de sus conventos. Estuve, allí, en la casa de José y de María. Dentro de una Iglesia, se bajan unos escalones de piedra, se entra en un recinto de piedra con una prominencia en forma de mesa, en el centro. Allí, trabajaba el carpintero santo. En el suelo, hay varios huecos perfectamente circulares. Se guardaba en ellos el aceite, el trigo. Mi madre estaba a mi lado, como después de muerta no lo estuvo jamás con tanta poderosa presencia. Y yo escuché su voz de jazmín, pero no con mis duros oídos actuales sino con los frescos de mis cuatro y cinco años:

La Virgen lavaba,

San José tendía,

y el Niño lloraba

del frío que hacía.

Te das cuenta, Esther, la dicha de mi madre si su viejo hijo le hubiera podido escribir desde Nazareth: «Mamá, pensando en ti estoy aquí, en el lugar donde Jesús niño lloraba de frío». Pero no estaba triste. Extrañamente me parecía que no había necesidad de escribir ni de participar nada. Y extrañamente —me sucedió varias veces en los sitios sagrados de Israel— quien andaba allí no era yo sino un lejano que fue. Todo lo que murió a partir de aquellos días, estaba vivo. Y por suerte, para mí, muerto, y bien muerto, todo lo que yo pasé desde aquel entonces. Ya trataré de precisar, de asir, ahora, ese inaudito estado. Te lo evidenciaré y tal vez lo escriba. Fue aquello parecido a lo que debe ser un momento de Gracia. Todo fue nítido, a plena luz, rotundo.

Bueno, Esther, nos acercamos ya a Las Palmas, el barco se mueve un poco y dificulta la escritura; debo escribir a casa y a París y ya no tocamos más puertos hasta Montevideo.

Saludos a Cáceres. Y para ti un abrazo de

Paco


Fuente: archivodeprensa.edu.uy

Foto: Brecha


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